Eutanasia, que vivir no sea un privilegio y morir una salida

La discusión sobre la eutanasia suele dividir aguas, pero antes que una trinchera, este debate exige altura ética, política y humana. Lo que está en juego no es solo el derecho a morir, sino también cómo entendemos el vivir con dignidad, la libertad personal y el rol del Estado ante decisiones límite.
Desde una mirada académica y política más amplia, estimo que la eutanasia debiese ser una opción regulada con criterios estrictos. Su aplicación debe estar basada en razones médicas claras y acompañada de un marco institucional sólido que considere apoyo familiar, psicológico y social.
No se trata de abrir una puerta sin control, sino de habilitar un camino para casos específicos en los que ya no existe calidad de vida ni posibilidad real de recuperación. El Estado tiene aquí un doble deber. Por un lado, proteger la dignidad individual.
Por otro, asegurar que esta opción no se transforme en una salida inducida por la pobreza o la desprotección. Es indispensable considerar la pobreza en su dimensión multidimensional.
Las personas que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad están más expuestas a presiones que podrían hacer que esta decisión pierda su carácter libre y se convierta en una forma de escape frente a un sistema que no entrega alternativas reales. Aceptar la eutanasia como una posibilidad no implica imponerla.
Muchas personas, por motivos religiosos, culturales o personales, jamás optarían por este camino, y esa decisión debe ser plenamente respetada. Las políticas públicas deben ofrecer alternativas, no uniformar convicciones. Por eso es importante distinguir. La eutanasia es una decisión médica y ética muy específica.
No se trata de habilitar el suicidio asistido en cualquier contexto, sino de establecer condiciones extremas, fundadas, certificadas y acompañadas por equipos médicos, el paciente y su entorno.
La existencia de esta opción puede tener un efecto virtuoso. Puede ayudarnos a repensar cómo estamos tratando la enfermedad crónica, la dependencia, el dolor prolongado. Puede empujar reformas en cuidados paliativos, en los seguros de salud y en la forma en que el Estado y la sociedad acompañan a quienes atraviesan los tramos más duros de la vida.
No se trata de elegir entre vivir o morir. Se trata de reconocer que, en ciertos momentos, seguir viviendo puede convertirse en una forma de sufrimiento profundo.
Y frente a eso, lo peor que podemos hacer es negar la posibilidad de decidir con autonomía, con acompañamiento y con respeto.
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