¿Es la Desigualdad Económica una barrera para la Cohesión Social?

Un país no se define únicamente por su crecimiento económico, sino por la forma en que reparte sus frutos. La desigualdad económica (y en particular, la desigualdad de ingresos) ha dejado de ser una preocupación técnica para convertirse en una alarma social que atraviesa la vida cotidiana de millones.
En Chile, esta brecha no solo persiste, sino que se manifiesta con crudeza territorial, afectando la confianza en las instituciones, la movilidad social y la posibilidad misma de un proyecto colectivo. El debate sobre la desigualdad ha tenido diversas aproximaciones.
Para Kant, toda organización social justa debe tratar a las personas como fines en sí mismos, nunca como medios; una desigualdad que impide el desarrollo de la autonomía o margina a ciertos grupos del acceso a los bienes comunes, es éticamente inaceptable.
En cambio, economistas liberales como Milton Friedman han defendido que la desigualdad puede ser un resultado legítimo si proviene de intercambios libres.
Sin embargo, incluso Friedman admite que sin una base institucional sólida, el mercado puede perpetuar privilegios más que mérito. El punto crítico es este: ¿cuánta desigualdad puede tolerar una sociedad democrática antes de fracturarse?
Los datos regionales del índice de Gini en Chile muestran una realidad preocupante. La Región Metropolitana lidera con un Gini superior a 0.52, seguida por Coquimbo, Antofagasta y Los Ríos.
Estas cifras, que superan con creces el promedio de la OCDE (alrededor de 0.32), revelan no solo diferencias de ingreso, sino una profunda fragmentación del espacio social.
La desigualdad no es solo entre individuos, sino también entre territorios. Regiones con abundantes recursos, como Antofagasta, siguen mostrando indicadores de exclusión y precariedad, lo que evidencia fallas en la redistribución fiscal, la inversión pública y la equidad territorial.
A su vez, regiones con menor desigualdad relativa, como Ñuble o Maule, enfrentan niveles más homogéneos de pobreza, no necesariamente mejores condiciones de vida.
Entonces, ¿es la desigualdad una barrera para la cohesión social? La respuesta es inequívoca: sí. La cohesión no se sostiene con discursos, sino con condiciones materiales compartidas.
Cuando las diferencias de ingreso se convierten en muros entre barrios, sistemas educativos paralelos o salud para unos pocos, la idea de “vivir juntos” se vuelve frágil.
Además, la desigualdad debilita el crecimiento sostenible al restringir la demanda interna y limitar el desarrollo del talento humano.
Revertir este panorama implica actuar en tres dimensiones clave: económica (reforma tributaria y empleos dignos), social (garantías universales en educación, salud y cuidados) y territorial (descentralización real, con decisiones y recursos en manos de las regiones).
No se trata de igualar por abajo, sino de asegurar que todos partan desde un suelo de dignidad.
De cara a las elecciones presidenciales de 2025, es legítimo exigir a las candidaturas una propuesta concreta y seria sobre cómo reducir la desigualdad y que esa reducción tribute a mejorar la calidad de vida de la ciudadanía, que también signifique avanzar en procesos que fortalezcan la cohesión social y que esto se logre con un plan robusto que permita apodarse del sentir y anhelo de la opinión pública, haciendo propias esas demandas y consolidando propuestas que le hagan sentido a Chile.