Seguridad Pública, Centralización o Descentralización he allí el falso dilema

En Chile existen 16 regiones, y todas comparten un diseño institucional profundamente centralizado.
Este modelo se expresa con claridad en la forma en que se gestiona la seguridad pública, un proceso complejo, sensible y sistémico, donde múltiples actores estatales (en su mayoría subordinados a niveles centrales) intervienen con atribuciones desiguales.
Me pregunto entonces; ¿y si aplicáramos una lógica de procesos para entender mejor el ciclo del delito y la seguridad en nuestro país? Desde esa perspectiva, podríamos hablar de un ciclo compuesto por cinco etapas interdependientes. La primera es la prevención, que va desde la intervención social hasta la planificación urbana segura.
Aquí confluyen Senda, municipios, la Subsecretaría de Prevención del Delito y gobiernos regionales. El objetivo es simple pero estructural; reducir los factores que facilitan el delito.
La segunda etapa es la detección y denuncia. Es la primera línea visible, donde patrullajes, televigilancia y denuncias activan el sistema.
Le sigue la investigación y persecución penal, donde la Fiscalía, tribunales, Carabineros y PDI trabajan para sancionar a los responsables.
Luego viene la etapa de sanción y rehabilitación, a cargo de Gendarmería, Justicia y programas sociales que buscan disuadir y reinsertar. Finalmente, todo debiera retroalimentarse; los datos, las estadísticas y la evaluación de políticas deberían guiar decisiones futuras y cerrar el ciclo con inteligencia institucional.
Ahora bien, si bien estas etapas conviven funcionalmente, lo hacen en un marco de gobernanza aún muy centralizado. Las Delegaciones Presidenciales continúan siendo el brazo del Ejecutivo en regiones. Carabineros y PDI responden a mandos nacionales, y los gobiernos regionales apenas logran incidir.
Sin embargo, sería un error negar que esa centralización también aporta valor; permite estándares comunes, capacidad de respuesta coordinada a gran escala y una visión país en el combate al crimen organizado. En muchos casos, la centralización ha sido una garantía de cohesión y profesionalización del sistema.
Al mismo tiempo, la descentralización ofrece un camino igual de necesario. Gobiernos regionales, municipios y comunidades locales tienen un conocimiento profundo del territorio y sus conflictos.
Su involucramiento efectivo, con competencias reales, recursos y respaldo institucional, puede generar soluciones más focalizadas, ágiles y sostenibles. La seguridad no se construye sólo desde La Moneda; se construye también desde cada villa, población y barrio.
Y en eso, debo decirlo con claridad; el rol de los gobiernos regionales debe ir mucho más allá de simplemente financiar proyectos que, muchas veces, se pierden en laberintos burocráticos. Los gobiernos regionales tienen un potencial enorme en materia de prevención del delito, en recuperar espacios públicos, en vincularse con organizaciones comunitarias y generar inteligencia territorial.
Sin embargo, su alcance real es difuso para la ciudadanía, y eso no es casual; no cuentan con atribuciones específicas ni con herramientas claras en seguridad pública.
Hay un vacío institucional que frustra expectativas y desperdicia capacidades.
Hoy, con la reciente creación del Ministerio de Seguridad Pública, separado del Ministerio del Interior, se abre una oportunidad para avanzar hacia un equilibrio más inteligente.
Este nuevo ministerio se hace cargo de la seguridad pública con una mirada técnica y estratégica; coordina a las policías, supervisa el sistema STOP y comienza a vincularse con actores territoriales.
Si esta transformación institucional se consolida, podríamos ver avances hacia una gestión más descentralizada, basada en evidencia, menos politizada y más cercana a las urgencias de los territorios.
Pero hay algo que, a mi juicio, es aún más decisivo; la confianza. El éxito de la seguridad pública no depende sólo del diseño institucional, ni de la división entre centralización y descentralización.
Depende, sobre todo, de la confianza que la ciudadanía deposita en sus instituciones. Esa confianza es el verdadero soporte de cualquier orden social.
Y desde una perspectiva más filosófica, debemos entender que la confianza responde a esquemas emocionales; si es sólida, puede llegar muy lejos; pero si se quiebra, cuesta mucho más recomponerla.
Pasar de la confianza a la desconfianza es un salto profundo y, a veces, irreversible. Por eso, más que cambiar estructuras, el gran desafío es reconstruir legitimidad, cercanía y credibilidad.
La clave, creo, está en salir del falso dilema entre centralización o descentralización. Ambos enfoques, cuando se complementan con claridad de roles y cooperación efectiva, pueden mejorar el sistema.
Pero todo ese andamiaje institucional será insuficiente si no es capaz de restaurar el vínculo más esencial entre el Estado y sus ciudadanos; la confianza.
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